Un mensajero del rey recorría los pueblos y las aldeas. En las plazas
redoblaban los tambores y sonaba la larga trompeta.
El mensajero, con voz hueca, decía: ¡Aldeanos, el Rey, Nuestro Señor, ha
decidido conceder la mano de su hija Presumilda al que Iogre vencer y dar
muerte al terrible dragón Simplón de la Montaña Hueca. ¿Qué había hecho
aquel dragón para que se le persiguiera? Nada. La
verdad es que era inofensivo.
De vez en cuando, lanzaba un chorrito de Ilamas y un rugido que retumbaba
en la montaña.
Pero eso era todo. Jamás había hecho nada malo ni había molestado a
nadie. Hasta era vegetariano y se alimentaba de hierbas y de hojas. El
secreto estaba en que en el reino las cosas no marchaban bien. Y el rey
pensó que tenía que buscar algo que distrajera a la gente y les hiciera
olvidar los problemas.
Así fue como el pobre dragón Simplón se vio metido en este Iío.
Si las ovejas se morían, había sido Simplón. Si una casa incendiaba, la
culpa era de Simplón. Si la cosecha era mala, el culpable era Simplón. Si
la gente pasaba hambre, se debía a Simplón. Si llovía demasiado, o no
llovía, no cabía duda de que toda la culpa la tenía el pobre e inofensivo
dragón. Buscando la mano de la princesa Presumilda acudieron caballeros de
todos los lugares.
Todos fracasaron; no porque les sucediera nada, sino porque se asustaban
de los rugidos de Simplón. Y no es que el dragón tuviera un rugido
tremendo, más bien al revés, lo que pasaba es que la Montaña Hueca repetía
con su eco el rugido y parecía mil veces más gande de Io que en verdad era.
En una aldea vivía un joven. Su nombre era Valentín. Tenía fama de
atrevido y de no sentir miedo por nada. Decidió probar suerte
enfrentándose al temido dragón. Valentín, además de ser valiente, era
inteligente. Tapó sus oídos con algodón y se marchó hacia la montaña.
Caminó durante algunos días hasta que logró encontrar la cueva donde vivía
Simplón. El dragón, de tanto rugir, se había quedado ronco. Si Valentín
hubiera podido oír su rugido, en vez de sentir miedo, se hubiera reído. Su
fuego se
había agotado y lo único que salía de su boca eran unas pequeñas bocanadas
de humo. Valentín lo encontró encogido en un rincón con los ojos Ilenos de
miedo. Se acercó hasta él, desenvainó su espada y se dispuso a matarlo. En
ese momento, dos grandes lagrimones como dos naranjas resbalaron de la
cara del dragón, cayendo a los pies de Valentín. - ¿Y éste es el terrible
odioso dragón que destruye casas, mata ovejas y arrasa las cosechas...? –
pensó. Aquel pobre dragón era inofensivo. Sintió pena. - ¿Qué ganaré
dándole muerte? - siguió pensando -, la princesa Presumilda
es caprichosa y mimada. ¡No quiero casarme con ella! Envainó la espada y
acarició al asustado Simplón que le lamió las manos agradecido. - No te
preocupes. Contaré la verdad a todo el mundo y dejarán de molestarte – le
dijo cariñosamente. Y Valentín bajó contento de la Montaña Hueca.
Carlos Reviejo
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Ein Bote des
Königs zog durch Dörfer und Weiler. Auf allen Plätzen ertönten die
Trommeln und Fanfaren. Der Bote sagte mit gebieterischer Stimme: "Bauern,
der König, unser Herr, hat beschlossen, die Hand seiner Tochter Presumilda
demjenigen zu geben, der es schafft, den schrecklichen Drachen Simplon vom
Hohlen Berg zu besiegen und zu töten." Was hatte der Drache getan, um so
verfolgt zu werden? Nichts. In Wirklichkeit war er harmlos. Ab und zu
stiess er ein Flammenzünglein aus und ein Brüllen, welches im Gebirge
widerhallte. Das war alles. Nie hatte er jemandem etwas angetan. Nie hatte
er jemanden belästigt. Ausserdem war er Vegetarier und ernährte sich von
Gräsern und Blättern. Des Rätsels Lösung war, dass im Königreich die Sache
nicht zu Besten stand. Und der König dachte, dass er etwas tun müsse, um
die Leute abzulenken, damit sie die eigentlichen Probleme vergessen. Und
der arme Drache Simplon musste dafür herhalten. Starben die Schafe, so war
es Simplon gewesen. Brannte ein Haus, so war es Simplons Schuld. Fiel die
Ernte schlecht aus, so hiess der Schuldige Simplon. Litten die Leute
Hunger, so war es Simplon zu verdanken. Regnete es zu viel oder regnete es
gar nicht, so gab es keinen Zweifel, dass der arme Drache Schuld daran
hatte. Von überall her eilten nun Ritter herbei in der Absicht, um die
Hand der Prinzessin zu kämpfen. Alle scheiterten. Nicht weil ihnen etwas
geschehen wäre, sondern weil Simplons Brüllen sie so in Angst versetzte,
dass sie davonliefen. Zwar hatte der Drache keineswegs ein fürchterliches
Brüllen, ganz im Gegenteil. Doch der Hohle Berg gab das Echo tausendmal
lauter zurück, als es das Brüllen in Wirklichkeit war. In einem Weiler
lebte ein Jüngling, der Valentin hiess. Er war bekannt dafür ein
Draufgänger zu sein und vor nichts Angst zu haben. Valentin beschloss,
sein Glück zu versuchen und sich dem gefürchteten Drachen zu stellen.
Valentin war nicht nur tapfer, sondern auch noch klug: Er stopfte Watte in
seine Ohren und machte sich zum Berg auf. Lange suchte er, bis er die
Höhle fand, in welcher Simplon lebte. Der Drache war vom vielen Brüllen
heiser geworden. Wenn Valentin ihn hätte hören können, hätte er gelacht,
statt Angst zu haben. Auch Simplons Feuer war erloschen, und das Einzige,
was aus seinem Maul kam, waren kleine Rauchwölkchen. Valentin fand ihn, in
einer Ecke verkrochen, die Augen voller Angst. Er näherte sich ihm, zückte
seinen Degen und machte sich bereit, ihn zu töten. In diesem Moment
kullerten zwei dicke Tränen, gross wie Orangen, über das Gesicht des
Drachens und fielen vor Valentins Füsse. "Und das soll der schreckliche,
verhasste Drache sein, der Häuser zerstört, Schafe tötet und die Ernte
vernichtet...?", dachte er. Der arme Drache war so harmlos, dass Valentin
Mitleid empfand. "Was hätte ich davon, wenn ich ihn tötete?", dachte er.
"Die Prinzessin Presumilda ist eingebildet, launisch und verwöhnt. Ich
will sie gar nicht heiraten." Er steckte den Degen in die Scheide zurück
und streichelte den erschrockenen Simplon, der ihm dankbar die Hände
leckte. "Mach dir keine Sorgen. Ich werde allen die Wahrheit erzählen, und
niemand wird dich mehr belästigen", sagte er ihm zärtlich. Und zufrieden
stieg Valentin vom Hohlen Berg hinunter.
Carlos Reviejo
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